Dedicado a todo aquel que en su infancia descubrió la magia que encierra un trastero o un desván, y a mi abuela, por haberme dejado descubrirla junto a mis primos.
Esta es la historia de la mayor aventura jamás contada, la historia de aquel sucio y polvoriento lugar que abría las puertas a un mundo de fantasía, la historia de un intrépido niño que, una tarde como otra cualquiera, descubrió un nuevo mundo donde pudo encontrar la solución a todos sus problemas.
No eran buenos tiempos para la Familia López. El Señor López se había quedado sin trabajo por culpa de la crisis y, por más que lo intentaba, no encontraba un hueco en un pueblo tan pequeño como Setos, en el que apenas había gente. La Señora López, que se había dedicado a tener la casa ordenada hasta ese momento, había empezado a trabajar como cocinera en el colegio del pueblo para poder sacar adelante a la familia, pero sus hijos no terminaban de acostumbrarse a ver a su madre a todas horas. Susana, la hija mayor de los López, se había enamorado de su compañero de pupitre, Carlos, y lo que menos le apetecía era tener que compartir su romance con su madre persiguiéndola por los pasillos para darle el desayuno y llamándola Susanita delante de todos sus amigos. Vicente, el menor de los López, tampoco quería que su madre fuese la cocinera del colegio, ya que no podía comer en casa viendo su serie de dibujos favorita, “Aventuras en la Tierra de los Sueños”, en la que cada noche, al irse a dormir, un pequeño niño aventurero viajaba a emocionantes lugares en busca de tesoros, encontrándose con criaturas sorprendentes y disfrutando de ese mundo en el que siempre le hubiese gustado vivir pero que sólo podía recorrer en sus sueños. Vicente tenía siete años y, a diferencia de su hermana, pesimista y siempre con la oreja pegada al teléfono criticando los defectos del resto de chicas de su clase para poder tapar los suyos, soñaba con que las cosas volvieran a ser como antes, aunque muchas veces, como aquella tarde en la que da comienzo nuestro relato, le costaba aceptar el presente.
Vicente siempre había sido un chaval muy apañado por lo que, aunque su madre se había puesto a trabajar en el colegio y él ya no podía ver la tele mientras comía, había encontrado muy rápido la solución a su problema: programar el video para grabar su serie favorita y poder verla merendando. Sin embargo, aquel día la grabación falló, y Vicente tuvo que perderse por primera vez un capítulo, no sin antes echarle la culpa a su madre por haber aceptado ese trabajo que tantos disgustos les estaba dando a su hermana y a él. Vicente se sentía engañado, y no sólo por ese aparato que le había dejado sin serie, sino por la vida, que le estaba obligando a aguantar las peores situaciones. Por primera vez había dejado de disfrutar de la escuela y de su rutina diaria, e incluso ese optimismo que le caracterizaba había comenzado a desaparecer, dejando en su rostro una triste mirada embobada y desesperanzada que buscaba encontrar una solución. Decepcionado y sin ganas de hacer nada, Vicente se retiró a reflexionar a la sala de la planta superior de la casa. La sala de la planta de arriba era el mejor lugar para poder estar sin que nadie te molestara. Prácticamente vacía, servía para hospedar a los invitados y como cuarto de juegos, aunque a Vicente le gustaba mucho utilizarla para dibujar y para escribir historias, sobre todo en tardes como aquélla, cuando sentía que necesitaba escapar del mundo.
Sentado en el suelo mirando hacia el techo y pensando, Vicente se quedó mirando a una trampilla que conducía al desván de la casa. Vicente nunca había estado en ese lugar, aunque había visto a su madre muchas veces subir allí para guardar los papeles de su padre que ya no servían o tender la ropa cuando llovía. El desván de la casa era un sitio oscuro y mugriento lleno de trastos inútiles que los López habían ido acumulando durante más de diez años. En él había desde un viejo armario hasta un joyero con forma de cofre, pasando por un mantel, un caballo balancín, un taco de billar, unas garrafas de agua, una casa de muñecas con la que la Señora López había jugado de pequeña, un colchón con los muelles rotos, unas sillas, unas cuerdas para tender la ropa o una mesa. Aburrido y sin saber qué hacer, Vicente se propuso explorar el desván, y fue en aquel momento en el que comenzó su gran aventura. Cogió una linterna y, ayudándose de una escalera, consiguió abrir la trampilla y entrar en él. De repente la trampilla se cerró, y Vicente, corriendo bajo la lluvia e iluminando la senda con una antorcha, descubrió un refugio para poder pasar la noche antes de continuar su viaje a ninguna parte. Dentro del refugio encontró un extraño mapa que parecía indicar el camino hacia un tesoro. En él aparecían señalados cuatro lugares con una cruz roja y, el primero de ellos, que era el refugio, venía acompañado de un sencillo acertijo:
“Si quieres hallar lo que más deseas,
olvida tus penas y sal afuera,
porque una gran aventura te espera.”
Vicente, que siempre había soñado con poder vivir una aventura como la que aquel mapa le estaba ofreciendo, no se lo pensó dos veces y, a la mañana siguiente, salió en busca del cofre. Armado con una lanza y sobre un ágil caballo, emprendió el camino hacia la segunda cruz roja y, tras caminar un buen rato, llegó a un puesto ambulante de vasijas, donde se encontraba una misteriosa mujer que recitó las siguientes palabras:
“Aquí tienes estas cinco vasijas, sólo una de ellas esconde un gran secreto.
Si logras acertar qué es lo que te hace vivir esta aventura y no otra,
podrás hacerte más pequeño.”
Vicente, aun sin terminar de entender lo último que la mujer le había dicho, era consciente de que si él estaba viviendo esa aventura y no otra era por ser único y especial, ya que, como bien había aprendido viendo “Aventuras en la Tierra de los Sueños”, cada persona es dueña de su imaginación y, al igual que no hay dos personas iguales, no hay dos aventuras iguales. Por ello, Vicente observó que sólo una de las vasijas tenía las asas más pequeñas que las demás y se decidió a cogerla, encontrando dentro de ella un pequeño frasco con un letrero que ponía “Bébeme”. Vicente abrió el frasco y, a pesar de lo mal que olía el brebaje que contenía en su interior, se atrevió a probarlo. En un breve instante, sintió que todas las cosas que le rodeaban se habían vuelto más grandes, aunque en realidad era él el que se había vuelto más pequeño. Caminando sobre el mapa del tesoro, Vicente vio que la tercera cruz estaba encima del dibujo de una casa muy parecida a la que se encontraba al lado de un gran hormiguero que se veía al fondo del paisaje y, dispuesto a continuar su aventura, corrió hacia la casa y, al llegar a ella, se asomó por una ventana que estaba abierta, descubriendo un montón de diminutos seres con las orejas triangulares vestidos con trajes azules y que no paraban de trabajar. Sin embargo, uno de ellos, el más pequeño, deambulaba de un lado a otro ofreciendo su ayuda, pero nadie quería hacerle caso. Vicente se acordó de su padre al verlo y, como no sabía qué hacer para encontrar una nueva pista que le condujese hacia el tesoro, entró en la casa por la ventana y se dirigió al diminuto ser que no hacía nada, le contó por qué se había colado en la casa y le pidió ayuda. El diminuto ser mostró una gran sonrisa en su cara y acompañó a Vicente a una pequeña sala en la que, sin que ninguno de sus otros compañeros le viese, le entregó una llave dorada y le aconsejó que continuase su camino a través de un túnel que había bajo una mesa cuadrada. Vicente le agradeció al diminuto ser su ayuda y se adentró en el túnel, llegando a un hermoso jardín lleno de setas gigantes. Encima de una de las setas, había una hormiga que quería llegar saltando a lo que parecía ser un gran monte escalonado, pero por más que lo intentaba no lo conseguía, y su falta de confianza le hacía estar cada vez más abajo. Vicente, que a pesar de no haber tenido un gran día, había recuperado su esperanza gracias al extraño mapa del tesoro que había encontrado en el refugio, se subió a la seta, le pidió a la hormiga que se agarrase a él y, pegando un gran impulso, consiguió saltar al monte escalonado. La hormiga, un tanto orgullosa, se marchó sin darle las gracias, aunque éste se sintió muy a gusto después de haber podido ayudarla. Y es que, gracias a ese gran impulso, Vicente llegó a un enorme puente que conducía a un frondoso bosque que era como en el que se encontraba la última cruz roja del mapa. Deseoso de llegar al tesoro, Vicente cruzó el puente y, finalmente, pudo llegar al bosque donde, tras una larga búsqueda, encontró el gran cofre. Emocionado como nunca antes lo había estado, sacó de su bolsillo la llave dorada que el diminuto ser le había dado para poder abrirlo, descubriendo en su interior un viejo carrete de película en el que estaba grabado el siguiente mensaje:
“Hasta en los peores momentos sigue existiendo una gran fuerza,
y es esa fuerza la que nos ayuda a ver todo lo bueno que tiene esta vida,
todo el esfuerzo y las ganas de esas personas que buscan un lugar,
de aquéllas que, aun faltas de ilusión,
siguen intentando encontrarla para poder seguir adelante,
y todo gracias a esa fuerza, todo gracias a la IMAGINACIÓN,
que siempre va acompañada de la ESPERANZA que tenemos
en un mundo mejor.”
Satisfecho y agradecido por todo lo que había aprendido aquella tarde, Vicente miró hacia el cielo y vio como una paloma volaba hacia su nido con comida para poder alimentar a sus polluelos. Se la veía tan feliz que Vicente no pudo contener las lágrimas de la alegría que sentía por ver lo bella que era la vida. Sin embargo, contemplando cómo la paloma dejaba la comida en el nido, Vicente se dio cuenta de que era demasiado tarde para continuar con otra aventura y, prometiendo que regresaría al día siguiente, recuperó su tamaño normal, cogió la antorcha y, ayudándose de una liana, dijo adiós al desván, justo en el momento en el que su madre lo estaba llamando a cenar.
Esta es la historia de la mayor aventura jamás contada, la historia de aquel sucio y polvoriento lugar que abría las puertas a un mundo de fantasía, la historia de un intrépido niño que, una tarde como otra cualquiera, descubrió un nuevo mundo donde pudo encontrar la solución a todos sus problemas.
No eran buenos tiempos para la Familia López. El Señor López se había quedado sin trabajo por culpa de la crisis y, por más que lo intentaba, no encontraba un hueco en un pueblo tan pequeño como Setos, en el que apenas había gente. La Señora López, que se había dedicado a tener la casa ordenada hasta ese momento, había empezado a trabajar como cocinera en el colegio del pueblo para poder sacar adelante a la familia, pero sus hijos no terminaban de acostumbrarse a ver a su madre a todas horas. Susana, la hija mayor de los López, se había enamorado de su compañero de pupitre, Carlos, y lo que menos le apetecía era tener que compartir su romance con su madre persiguiéndola por los pasillos para darle el desayuno y llamándola Susanita delante de todos sus amigos. Vicente, el menor de los López, tampoco quería que su madre fuese la cocinera del colegio, ya que no podía comer en casa viendo su serie de dibujos favorita, “Aventuras en la Tierra de los Sueños”, en la que cada noche, al irse a dormir, un pequeño niño aventurero viajaba a emocionantes lugares en busca de tesoros, encontrándose con criaturas sorprendentes y disfrutando de ese mundo en el que siempre le hubiese gustado vivir pero que sólo podía recorrer en sus sueños. Vicente tenía siete años y, a diferencia de su hermana, pesimista y siempre con la oreja pegada al teléfono criticando los defectos del resto de chicas de su clase para poder tapar los suyos, soñaba con que las cosas volvieran a ser como antes, aunque muchas veces, como aquella tarde en la que da comienzo nuestro relato, le costaba aceptar el presente.
Vicente siempre había sido un chaval muy apañado por lo que, aunque su madre se había puesto a trabajar en el colegio y él ya no podía ver la tele mientras comía, había encontrado muy rápido la solución a su problema: programar el video para grabar su serie favorita y poder verla merendando. Sin embargo, aquel día la grabación falló, y Vicente tuvo que perderse por primera vez un capítulo, no sin antes echarle la culpa a su madre por haber aceptado ese trabajo que tantos disgustos les estaba dando a su hermana y a él. Vicente se sentía engañado, y no sólo por ese aparato que le había dejado sin serie, sino por la vida, que le estaba obligando a aguantar las peores situaciones. Por primera vez había dejado de disfrutar de la escuela y de su rutina diaria, e incluso ese optimismo que le caracterizaba había comenzado a desaparecer, dejando en su rostro una triste mirada embobada y desesperanzada que buscaba encontrar una solución. Decepcionado y sin ganas de hacer nada, Vicente se retiró a reflexionar a la sala de la planta superior de la casa. La sala de la planta de arriba era el mejor lugar para poder estar sin que nadie te molestara. Prácticamente vacía, servía para hospedar a los invitados y como cuarto de juegos, aunque a Vicente le gustaba mucho utilizarla para dibujar y para escribir historias, sobre todo en tardes como aquélla, cuando sentía que necesitaba escapar del mundo.
Sentado en el suelo mirando hacia el techo y pensando, Vicente se quedó mirando a una trampilla que conducía al desván de la casa. Vicente nunca había estado en ese lugar, aunque había visto a su madre muchas veces subir allí para guardar los papeles de su padre que ya no servían o tender la ropa cuando llovía. El desván de la casa era un sitio oscuro y mugriento lleno de trastos inútiles que los López habían ido acumulando durante más de diez años. En él había desde un viejo armario hasta un joyero con forma de cofre, pasando por un mantel, un caballo balancín, un taco de billar, unas garrafas de agua, una casa de muñecas con la que la Señora López había jugado de pequeña, un colchón con los muelles rotos, unas sillas, unas cuerdas para tender la ropa o una mesa. Aburrido y sin saber qué hacer, Vicente se propuso explorar el desván, y fue en aquel momento en el que comenzó su gran aventura. Cogió una linterna y, ayudándose de una escalera, consiguió abrir la trampilla y entrar en él. De repente la trampilla se cerró, y Vicente, corriendo bajo la lluvia e iluminando la senda con una antorcha, descubrió un refugio para poder pasar la noche antes de continuar su viaje a ninguna parte. Dentro del refugio encontró un extraño mapa que parecía indicar el camino hacia un tesoro. En él aparecían señalados cuatro lugares con una cruz roja y, el primero de ellos, que era el refugio, venía acompañado de un sencillo acertijo:
“Si quieres hallar lo que más deseas,
olvida tus penas y sal afuera,
porque una gran aventura te espera.”
Vicente, que siempre había soñado con poder vivir una aventura como la que aquel mapa le estaba ofreciendo, no se lo pensó dos veces y, a la mañana siguiente, salió en busca del cofre. Armado con una lanza y sobre un ágil caballo, emprendió el camino hacia la segunda cruz roja y, tras caminar un buen rato, llegó a un puesto ambulante de vasijas, donde se encontraba una misteriosa mujer que recitó las siguientes palabras:
“Aquí tienes estas cinco vasijas, sólo una de ellas esconde un gran secreto.
Si logras acertar qué es lo que te hace vivir esta aventura y no otra,
podrás hacerte más pequeño.”
Vicente, aun sin terminar de entender lo último que la mujer le había dicho, era consciente de que si él estaba viviendo esa aventura y no otra era por ser único y especial, ya que, como bien había aprendido viendo “Aventuras en la Tierra de los Sueños”, cada persona es dueña de su imaginación y, al igual que no hay dos personas iguales, no hay dos aventuras iguales. Por ello, Vicente observó que sólo una de las vasijas tenía las asas más pequeñas que las demás y se decidió a cogerla, encontrando dentro de ella un pequeño frasco con un letrero que ponía “Bébeme”. Vicente abrió el frasco y, a pesar de lo mal que olía el brebaje que contenía en su interior, se atrevió a probarlo. En un breve instante, sintió que todas las cosas que le rodeaban se habían vuelto más grandes, aunque en realidad era él el que se había vuelto más pequeño. Caminando sobre el mapa del tesoro, Vicente vio que la tercera cruz estaba encima del dibujo de una casa muy parecida a la que se encontraba al lado de un gran hormiguero que se veía al fondo del paisaje y, dispuesto a continuar su aventura, corrió hacia la casa y, al llegar a ella, se asomó por una ventana que estaba abierta, descubriendo un montón de diminutos seres con las orejas triangulares vestidos con trajes azules y que no paraban de trabajar. Sin embargo, uno de ellos, el más pequeño, deambulaba de un lado a otro ofreciendo su ayuda, pero nadie quería hacerle caso. Vicente se acordó de su padre al verlo y, como no sabía qué hacer para encontrar una nueva pista que le condujese hacia el tesoro, entró en la casa por la ventana y se dirigió al diminuto ser que no hacía nada, le contó por qué se había colado en la casa y le pidió ayuda. El diminuto ser mostró una gran sonrisa en su cara y acompañó a Vicente a una pequeña sala en la que, sin que ninguno de sus otros compañeros le viese, le entregó una llave dorada y le aconsejó que continuase su camino a través de un túnel que había bajo una mesa cuadrada. Vicente le agradeció al diminuto ser su ayuda y se adentró en el túnel, llegando a un hermoso jardín lleno de setas gigantes. Encima de una de las setas, había una hormiga que quería llegar saltando a lo que parecía ser un gran monte escalonado, pero por más que lo intentaba no lo conseguía, y su falta de confianza le hacía estar cada vez más abajo. Vicente, que a pesar de no haber tenido un gran día, había recuperado su esperanza gracias al extraño mapa del tesoro que había encontrado en el refugio, se subió a la seta, le pidió a la hormiga que se agarrase a él y, pegando un gran impulso, consiguió saltar al monte escalonado. La hormiga, un tanto orgullosa, se marchó sin darle las gracias, aunque éste se sintió muy a gusto después de haber podido ayudarla. Y es que, gracias a ese gran impulso, Vicente llegó a un enorme puente que conducía a un frondoso bosque que era como en el que se encontraba la última cruz roja del mapa. Deseoso de llegar al tesoro, Vicente cruzó el puente y, finalmente, pudo llegar al bosque donde, tras una larga búsqueda, encontró el gran cofre. Emocionado como nunca antes lo había estado, sacó de su bolsillo la llave dorada que el diminuto ser le había dado para poder abrirlo, descubriendo en su interior un viejo carrete de película en el que estaba grabado el siguiente mensaje:
“Hasta en los peores momentos sigue existiendo una gran fuerza,
y es esa fuerza la que nos ayuda a ver todo lo bueno que tiene esta vida,
todo el esfuerzo y las ganas de esas personas que buscan un lugar,
de aquéllas que, aun faltas de ilusión,
siguen intentando encontrarla para poder seguir adelante,
y todo gracias a esa fuerza, todo gracias a la IMAGINACIÓN,
que siempre va acompañada de la ESPERANZA que tenemos
en un mundo mejor.”
Satisfecho y agradecido por todo lo que había aprendido aquella tarde, Vicente miró hacia el cielo y vio como una paloma volaba hacia su nido con comida para poder alimentar a sus polluelos. Se la veía tan feliz que Vicente no pudo contener las lágrimas de la alegría que sentía por ver lo bella que era la vida. Sin embargo, contemplando cómo la paloma dejaba la comida en el nido, Vicente se dio cuenta de que era demasiado tarde para continuar con otra aventura y, prometiendo que regresaría al día siguiente, recuperó su tamaño normal, cogió la antorcha y, ayudándose de una liana, dijo adiós al desván, justo en el momento en el que su madre lo estaba llamando a cenar.
Miguel Ángel Fernández Torres, 2º Bachillerato A
1º premio prosa categoría A (Bachillerato)
Sigo habitualmente tu blog y aparte de que me gusta todo mucho, me parece muy bien el que de vez en cuando incluyas vídeos, muy bien elegidos por cierto. Pero si permites que te hagamos peticiones, estaría muy bien si rescataras la voz de escritores. Entonces parecería que las fotos de los autores que conocemos de toda la vida, cobrarían vida.Se que es tarea extra, pero si lo consigues, te lo agradeceré eternamente.
ResponderEliminarMiguel Ángel, enhorabuena por tu relato. Me gusta mucho la presentación de la familia López y cómo has reflejado el cambio que supone el paro del padre para cada uno de ellos. Después de tu maravilloso análisis, la fantasia!. Nos trasladaste a Alicia en el país de las maravillas. Fusión conseguida. De nuevo, enhorabuena. Hojas de limón.
ResponderEliminarGracias, anónimo visitante, agradezco mucho tu amabilidad. Pues claro que se aceptan peticiones. Y tienes mucha razón, porque además hay documentos extraordinarios, como el programa de Joaquín Soler Serrano, "A fondo", de los que afortundamente se pueden rescatar entrevistas muy muy interesantes (yo era pequeña, pero me acuerdo de alguno y todo...)
ResponderEliminarHojas de limón, vaya una cantera que tenemos ¿eh?...