Martín Santomé es un cuasi cincuentón que empieza a escribir un diario unos meses antes de su jubilación. Vive en el Montevideo de finales de los cincuenta con sus tres hijos veinteañeros: Esteban, Blanca y Jaime. Isabel, la esposa, murió unas horas después de alumbrar al más pequeño. Martín vive una existencia gris y rutinaria de oficinista de la que no tiene la más mínima intención de alejarse (“Hoy fue un día feliz; sólo rutina”). Su mundo se compone del trabajo diario, de las conversaciones –también rutinarias y predecibles- con los compañeros, de la soledad del fin de semana, de los escasos y tensos encuentros con los hijos, de los almuerzos solitarios en algún restaurante (al menos la calle, los árboles, los cafés le permiten tomar bocanadas de vida) y de los encuentros ocasionales con algún viejo amigo. Se define a sí mismo como un “triste con vocación de alegre”. Con sus hijos se limita a convivir: el mayor es un tipo huraño que apenas cruza palabras con su padre (“Parece un resentido”, dirá Martín); Jaime, el pequeño, mantiene una invisible barrera con todo el mundo, aunque el padre lo considera sensible e inteligente. Con Blanca tiene una relación más fluida: hace partícipe al padre de ciertas confidencias (no así a sus hermanos). Toda esta grisura comienza a tomar cierto color después de la llegada de nuevos empleados a la oficina entre los que se encuentra una mujer, Laura Avellaneda. Al principio no le llama especialmente la atención (salvo que le agrada su frente ancha y su boca grande). Pero, poco a poco, comprende que se ha enamorado de ella. Es capaz de armarse de valor y, tras darle muchas vueltas, le confiesa que cree estar enamorado (Avellaneda, como él la llama, tiene 24 años). Pero lo hará un día que ella, inesperadamente para Martín, va a buscarle al café. No le pide nada, ni siquiera que conteste, incluso le dice que no tema por su trabajo. Ella sólo responde que ya lo sabía, y que por eso fue a tomar café. En la siguiente cita él expone todos sus temores: la diferencia de edad, sus hijos, el que ella crea que es sólo un desahogo, los inconvenientes de un noviazgo tradicional...Después de esto: la vorágine del amor. Martín recupera sensaciones y sentimientos perdidos, olvidados, rescatados gracias a Avellaneda. Confronta continuamente su pasado y su presente pero, no porque compare a Isabel con Avellaneda -que también- sino porque se compara a sí mismo: amar a los veinte, amar a los cincuenta, con un cuerpo y una vida distinta, con una perspectiva diferente de la vida (“[...] Me importa reconocerme como un fantasma de mi juventud, como una caricatura de mí mismo”). Martín disfruta de esta tregua que la vida le ofrece: una mujer con la que amarse en absoluta libertad, con la que el sexo, las palabras, el sentido de las largas conversaciones que mantienen ( “ [...] en estos diálogos francos con Avellaneda, me he encontrado pronunciando palabras que me parecían más sinceras que mis pensamientos. ¿Es posible eso?”). Un mes después Martín busca un apartamento, un lugar donde hacer posible una convivencia. Es feliz, en medio de ese invierno frío y lluvioso de Montevideo. Incluso, organiza un encuentro con la hija para que ambas mujeres se conozcan. Al terror inicial de Avellaneda se sucede una linda amistad entre las dos mujeres de la vida de Martín. Éste tiene que sortear aún algunos escollos: la partida de Jaime, la enfermedad de Esteban, el conocimiento de sus hijos de su relación con la joven...Así que, una ausencia al trabajo de Avellaneda por una gripe le hace decidirse: se casará con ella, obviará el miedo que siente a que ella le abandone cuando, a no mucho tardar, él sea un viejo, a que le deje por alguien más joven, a que el amor se acabe, a lo que piense el mundo...
La tregua, publicada en 1960 –y escrita de enero a mayo de 1959, de forma metódica, sacando al oficinista que fue su autor- tiene la marca poética de Mario Benedetti. ¿Cómo si no podía emocionarnos el enamoramiento entre un contable madurito, viudo y con tres hijos y una joven empleada (que irrumpe en el libro mediante esta visión de Santomé: “La chica ...al menos comprende lo que uno le explica; además, tiene la frente ancha y la boca grande”)?. Al leerlo, me vinieron dos cosas a la cabeza. Una, los Poemas de la oficina (1956) del autor uruguayo (el que viene a continuación es agudo y certero en esa idea del tiempo que se nos va, y no sólo porque nos recuerda que se acaba el verano). Precisamente de Benedetti me gusta esa manera de extraer esencia poética desde lo sencillo, desde lo cotidiano, desde lo vulgar, incluso. La otra, la hermosa película de Patrice Leconte, El marido de la peluquera, que también habla de vidas hechas a base de treguas.
(He pescado en ese mar proceloso que es Youtube este vídeo de la versión cinematográfica de la novela - la argentina, de Sergio Renán, hay también una mexicana- protagonizada por Ana María Picchio y Héctor Alterio, el mejor Martín que me podría encontrar)
No es que no esté mal, no, es que me ha encantado el montaje de Carles Alfaro deEl arte de la comedia, del italiano Eduardo De Filippo. Ya me la habían recomendado encarecidamente muchos de mis compañeros del curso de teatro que hemos hecho esta primavera en La Abadía, profesores-aprendices como yo y, cuando ya me lamentaba por haberla dejado pasar, nuestro profesor, Óscar de la Fuente (el sacristán del montaje de Alfaro) nos anunciaba que en el mes de julio volverían a Madrid, al Teatro Español. No tenía el gusto de conocer a este dramaturgo italiano, popularísimo en Italia, y ha sido un placer. Cuando se estrenó la obra en Nápoles, en 1964, el propio De Filippo interpretaba a Oreste Campese, el director de una “troupe” familiar que acude a ver si le recibe el gobernador de la pequeña ciudad italiana en la que se encuentra (es la dura posguerra europea) porque su carpa se ha quemado. El Excelentísmo De Caro, que acaba de incorporarse al puesto, lo recibe a pesar de las advertencias de su secretario, pues tiene una mañana ocupadísima, con muchas visitas que atender, las “fuerzas vivas” de la población: el médico, la maestra, el párroco...Pero es que al gobernador le parecen graciosas estas gentes de la farándula -él hizo sus pinitos, no se crean- y decide recibirlo. A partir de aquí, se desarrolla un diálogo entre los dos personajes acerca de la necesidad o no que tienen los ciudadanos del teatro, del papel de los actores, del valor que los poderes públicos le dan al mismo, y de otros asuntos que, de repente, se ven cortados de un tajo porque a Oreste le ofende que le den una ayuda al transporte para trasladar a su compañía (él sólo quiere invitar al gobernador a ver una representación, para que se corra la voz en la ciudad y acuda el público). En medio de la discusión, en lugar de la póliza para la ayuda, el secretario advierte que lo que se ha llevado Oreste es el listado de las visitas del día...Eso, unido a la amenaza final de que va a mandar a su compañía suplantando a todas las personas que espera recibir, crea una tensión dramática que nos hace mantener los ojos como platos a la espera de descubrir, igual que el gobernador, a los farsantes. ¿Es el verdadero médico o un comicastro mandado por Oreste? ¿Será verdad eso que cuenta el párroco o es una invención de Campese para vengarse? ¿La maestra está loca o es una interpretación excelente?
La escenografía de Alfaro es realista: la nieve de la primera escena, un despacho desvencijado, una ventana en el centro con la iglesia al fondo, y una luz tenue, como de bombilla sucia. La música de Renato Carosone, justo antes de empezar la función, ya predispone y hace bailar en la butacas. La dirección me pareció acertadísima: creíamos estar dentro de una de esas películas italianas de los cincuenta, con sus personajes histriónicos y exagerados, aunque nuca pasados de rosca. Me gustó muchísimo la interpretación de todos los actores: Enric Benavent, como el director de la compañía; el gobernador, Pedro Casadeblanc; el secretario, tan creíble ese funcionario adulador que hace José Luis Alcobendas (creí morir de risa en la escena de cambio de mobiliario); el médico Bassetti, Jesús Barranco, y todos los demás, incluido nuestro Óscar, que interpreta a un sacristán menguado, que entra en escena de manera espectacular, y que no se separa de la sotana de Joaquín Hinojosa, a quien no imaginamos no siendo otra cosa que párroco italiano ...
Que el teatro indague sobre el propio teatro no es nada nuevo. Ya lo hizo Luigi Pirandello (al que se cita en El arte de la comedia para decir que aquí no está Pirandello, que no se le busque) en su obra más conocida, Seis personajes en busca de autor. O Lorca, en La comedia sin título o en El Público. El CDN nos ha ofrecido este año también otra obra que quiere reflejar la vida y el sentido del oficio de actor, Tórtolas, crepúculo y ...telón, de Francisco Nieva, con una espectacular puesta en escena y un originalísimo argumento: una compañía debe permanecer encerrada en un teatro de una pequeña ciudad debido a una cuarentena. Pero en los palcos hay inquilinos y los actores se encuentran con que son observados permanente. Sin embargo, y a pesar de lo interesante que nos pueda resultar el debate, a la obra le falta "chicha" dramática y resulta difusa e imprecisa. También pudimos asistir la temporada anterior a la representación de Una comedia española, de Yasmina Reza, (la exitosa autora de Arte) que a mí me dejó bastante indiferente. Por eso, no puedo negar que, a pesar de las buenas críticas que había oído aquí y allá, iba con un pizca de precaución y de a ver qué pasa. Pues, sólo puro teatro, eso es lo que pasa...