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Esta novela que nos ocupa rompe con el principio de verosimilitud que debía guiar estos escritos: dos perros, Cipión y Berganza, amigos y residentes en Hospital de la Resurreción de Valladolid, se encuentran una noche con el inesperado don del habla. No lo desaprovechan, y Berganza pasa la noche entera contando a Cipión su perruna vida desde que vio la luz en Sevilla, en su Matadero, hasta que dio a parar en ese hospital en que el ambos viven. Entre un punto y otro, el recorrido por la vida de sus amos le sirve para mostrarnos, igual que hace Lázaro de Tormes al hablar de los suyos, una variopinta galería de personajes, la mayoría de ellos más bien "anchos de conciencia", y con más defectos que virtudes: matarifes, pastores desalmados, hechiceras, alguaciles ladrones, mercaderes, soldados, gitanos, moriscos, poetas, comediantes...
Que el texto tenía chicha dramática, estaba claro: toda la novela es un diálogo, materia en la que Cervantes es un maestro: ¿Qué es El Quijote sino un delicioso diálogo, principalmente entre dos almas cándidas -en el mejor sentido de la palabra-, salpicado de aventuras e ingeniosos sucedidos criados por la mente lúcida, irónica y preclara de su autor? Otra cosa es poner esa chicha sobre las tablas, y en eso creo que Fontseré -ahora es el director- y su troupe en general han acertado. En este caso, Cipión y Berganza se hallan en una perrera, y uno de los vigilantes, Manolo, comprueba una noche estupefacto que los chuchos hablan. Un habla un poco rara para un Manolo cualquiera, pues su parla es como si fueran mismamente los perros que protagonizan la novelita del de Alcalá, hecho que se explica porque son almas que han ido pasando de cuerpo en cuerpo desde tiempos inmemoriales (Berganza, sin ir más lejos, ha sido mosca, Santa Teresa, lirio....en fin, un sinvivir).
El caso es que los chuchos dan cuenta cabal a Manolo de sus vidas: quiénes fueron sus amos, desde una señora que gritaba mucho que los compró en una tienda de animales en Sevilla), pasando por unos pastores, uno autóctono y otro morisco, una señora rica de barrio-bien, hasta una agente de policía que trabajaba con ellos en un aeropuerto...Al igual que los canes cervantinos, los perros, como todo hijo de vecino, ven cómo sus vidas pasan de un estado próspero a otro miserable como se pasa del día a la noche. Manolo mete baza de vez en cuando: también cuenta algo de su perra vida (por ejemplo, ese hijo ecologista que le coge a todas horas el coche a la madre para ir a salvar el mundo, o su jefe explotador y las horas que le obliga a hacer para llevar un sueldo mísero a casa, en fin, nada que no sepan las clases medias de este país), y no hace falta decir que cuanto más les oye, más comprende a los perros y menos a los hombres.
A esta galería de dueños y familiares se suma otra de personajes que completan este paisaje humano y animal que, como el conocedor de la compañía imaginará, no están para que se les eche flores: la sátira es marca de la casa. (Recuerdo hace unos años, por citar otro montaje cervantino, El retablo de las maravillas, en la misma línea de crítica mordaz, que no solo critica tipos sociales reconocibles sino a personas de carne y hueso reconocibles también -el archifamoso cocinero Ferrán Adrià o el Beato Escrivá de Balaguer, por ejemplo.
Precisamente por eso, y por la increíble y aún si cabe más esperpéntica realidad a la que asistimos en los últimos tiempos, choca un poco -al menos a mí- que no se ceben algo más con eso, ni le saquen más partido al panorama con el que nos desayunamos todos los días. Teniendo en cuenta, además, como dice Fontseré en el programa de mano, que "los lobos son los pastores, la defensa ofende, los centinelas duermen, la confianza roba y el que libera mata". No estoy pidiendo yo, líbreme Dios, más chistes fáciles - que también los hubo, por cierto-, ni morcillas concretas referidas, por ejemplo, a Urdangarínes, Bárcenas o ERES andaluces pero, con la que está cayendo, que las puyas gordas se las lleven solo esos escritores que rechazan premios, los animalistas a ultranza, la policía que se queda con lo que decomisa en el aeropuerto, las señoras operadas de barrios-bien que gastan fortunas en operar a sus perritos, y otros se les escapen vivos...en fin, a mí me sorprende.
La escenografía y la puesta en escena, tan sencilla como eficaz. Al okupa, que no desperdicia últimamente oportunidad de pasearse por el Pavón, (Dios mío, ¿¿¿y si se me hace farandulero???) le parecía increíble que un cajón en mitad del escenario, cinco actores, una cuántas máscaras y objetos multiusos fueran capaces de crear tanta magia.
Yo, una vez más, me pongo a los pies de Fontseré, y de Xavi Sais, que parecía que había diez Xavis en vez de uno. Claro, hijo, es que tú no sabes los años de oficio que les contemplan...
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Los clásicos nunca defraudan, en el formato que sea y a pesar de todos los peros. Vaya con El Okupa... Parece que promete. Abrazos.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo, Inma. A La Okupa estamos empezando a envenenarla también...Un beso, disfruta de las vacaciones.
ResponderEliminarPor cierto, yo también recuerdo con especial cariño aquel montaje de "El retablo de las maravillas". Por aquel entonces, vivíamos inmersas en uno que se nos ha venido un poco abajo. El espíritu Loranca no es, ni de lejos, lo que era. Y se agradece.
ResponderEliminarBueno, supongo que, como dice Neruda, "nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos..."
EliminarPues pinta bien este "neocoloquio", Carlota. Qué original; hay que ver cuánto trabajan algunas cabezas, compañera. Lo que has dicho: muchas tablas y mucho oficio.
ResponderEliminarBesitos.
Querida Lola, menos mal que podemos disfrutar todavía de estos ratitos...Un beso.
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